BEATO JUAN PELINGOTTO
1304 d.C.
1 de junio
Juan Pelingotto nació
en Urbino en 1240, hijo de un rico mercader de telas que bien pronto, si bien
de mala gana, hubo de permitirle dedicarse libremente a los ejercicios de
piedad. A los once años ya lo había iniciado en el comercio.
Vistió el hábito de la Tercera Orden de la penitencia
en la iglesia de Santa María de los Angeles, la primera iglesia franciscana
de Urbino, y como fiel imitador del Seráfico Padre, vivía austeramente.
El amor por los pobres lo movía a privarse aun de lo necesario para
socorrerlos; humildísimo, al caer en la cuenta de que sus conciudadanos
lo tenían en grande estima, para despistarlos se hizo el loco, pero
mientras más procuraba ocultarse, más manifiestas hacía
Dios sus virtudes.
En 1300 fue a Roma para ganar el jubileo decretado por Bonifacio
VIII. Era la primera vez que iba a la ciudad eterna y no era conocido por
nadie; sin embargo, un desconocido al encontrarse con él, lo señaló
a sus compañeros diciendo: “¿No es este aquel santo hombre de
Urbino?”. Otros varios hechos manifestaron claramente que el Señor
quería hacer conocer su santidad. De regreso a su ciudad natal, intensificó
su vida espiritual deseando ardientemente la patria celestial. Fue atacado
por una gravísima enfermedad que lo redujo pronto a las últimas,
y lo hizo perder hasta el habla, que recuperó completamente sólo
en los últimos días de su vida terrena. Supo ser imitador del
Seráfico Padre incluso en el dolor. El demonio no cesaba de molestar
con horribles tentaciones a este terciario penitente que siempre había
guardado intacta la pureza de su alma. Andaba repitiendo: “¿Por qué
me molestas? ¿Por qué me echas en cara cosas que nunca he cometido
y en las cuales nunca he consentido?”. Y abandonándose confiado en
los brazos de la misericordia divina, con voz fuerte dijo: “Y ahora, vamos
con toda confianza!”. Uno de los presentes dijo: “Padre, ¿a dónde
vas?”. “Al Paraíso!”, respondió. Dicho esto, su rostro se puso
bellísimo, sus miembros se distensionaron y, poco después expiró
serenamente. Era el primero de junio de 1304; tenía 64 años
de edad.
Juan había pedido que se le sepultara en la iglesia
de San Francisco, pero en un primer tiempo no se cumplió su voluntad:
tuvo solemnes funerales y fue sepultado en el cementerio franciscano, en el
claustro del convento. Dios glorificó bien pronto a su fiel servidor.
Tantas fueron las gracias que se decían obtenidas por su intercesión,
tanto era el concurso de los fieles a su sepulcro, que los hermanos exhumaron
sus restos y los llevaron a la iglesia de San Francisco. Aumentándose
los prodigios se erigió un altar sobre su tumba, donde se celebraron
misas en su honor. Su culto continuó a través de los siglos.