LOS SACRAMENTOS 
 
      
         
      Noción de los sacramentos 
     
     A. Definición nominal 
     
        La palabra latina "sacramentum" significa etimológicamente 
  algo que santifica (res sacrans), y equivale en griego a la voz "misterio" 
  (musthrion: casa sacra, oculta o secreta). 
     
        Del significado nominal se ve claro que el sentido de la
 palabra  es muy amplio: significa cualquier cosa sagrada o religiosa. En
esta concepción  amplia reciben el nombre de sacramento también
las realidades sagradas  del Antiguo Testamento, es decir, anteriores a la
venida de Cristo (p. ej.,  el Cordero Pascual, los sacrificios, la circuncisión,
 etc.). Sin embargo,  es importante tener claro que estas realidades difieren
 esencialmente de los sacramentos de la Nueva Ley, porque no producían
 la gracia, sino sólo figuraban la que había de venir por la
 Pasión de Cristo. 
     En este sentido amplio, la palabra sacramento se puede aplicar también 
  a la misma Iglesia, como lo enseña el Concilio Vaticano II: La Iglesia 
  es un Cristo como un sacramento; o sea, signo e instrumento de la unión 
  con Dios, y de la unidad de todo el g‚nero humano (Const. Lumen gentium, 
 n. 1). 
     
     B. Definición real 
     
        Como ya dijimos, el misterio de Cristo se continúa 
 en  la Iglesia, que goza siempre de su presencia y lo sirve, especialmente 
 a través de aquellos signos instituidos por El mismo, que significan 
 y producen el don de la gracia, y son designados con el nombre de sacramentos. 
 El Catecismo de la Iglesia Católica1 ofrece la siguiente definición: 
 Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo 
y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina (n.
1131). 
     
        O, en definición equivalente del Catecismo Romano
 (parte  II, cap. I, n. 11), una cosa sensible que por institución
divina tiene  la virtud tanto de significar como de conferir la gracia santificante. 
 
     
     La noción de sacramento incluye los siguientes elementos: 
     
     1) que es una "cosa sensible", es decir, algo que el hombre es capaz 
de  percibir por los sentidos corporales (el agua en el bautismo, el pan y
el  vino en la Eucaristía, etc.); 
     2) esa cosa sensible es, además, "signo" de otra realidad (la 
"gracia"   o "vida divina"); 
     
     3) que haya sido instituido por Jesucristo durante su vida terrena;
     
     4) que tenga eficacia sobrenatural para producir la gracia en el alma
 del  que lo recibe. No sólo significa la gracia sino sobre todo la
 produce  de hecho; 
     
     5) como los sacramentos han sido confiados a la Iglesia, se dice que 
"los   sacramentos son de la Iglesia" (Catecismo, n. 1118). Esto tiene un 
doble  sentido: existen "por ella" y "para ella". Existen "por la Iglesia" 
porque  ella es el sacramento de la acción de Cristo que actúa 
en ella  gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen "para
la Iglesia" porque ellos son "sacramentos que constituyen la Iglesia" (Catecismo,
n. 1118). 
     
      Los elementos del signo sacramental
      
        Ciertamente, el Señor podía habernos comunicado 
  la gracia directamente, sin necesidad de recurrir a ningún elemento 
  sensible. A veces lo hace así, y envía su gracia invisible 
 como una ayuda real, sin mediar elemento externo alguno. 
     
        Sin embargo Dios, creador de la naturaleza humana, ha querido 
  acomodarse a ella al darnos su gracia. Jesús, p. ej., realizaba de
  ordinario los milagros sirvi‚ndose de algunos elementos materiales, o de
 algunos gestos y palabras:
     tocó con su mano al leproso y le dijo: quiero, 
     queda limpio... (Mt. 8, 3); 
     untó con barro los ojos del ciego de nacimiento; 
     éste se lavó despu‚s y recuperó la vista (Jn. 9,
 6-7);  
     diciendo esto, sopló y les dijo: recibid el 
     Espíritu Santo... (Jn. 20, 22).
     
        Del mismo modo, quiso Jesús en los sacramentos unir
  su gracia a signos externos en los que se encarna, se materializa, la acción 
  invisible del Espíritu Santo. La pedagogía divina ha querido 
  comunicar al hombre la gracia sobrenatural a trav‚s de las mismas realidades 
  materiales que usamos en nuestra vida ordinaria, dándoles una significación 
  m s alta y una eficacia que de suyo no tiene ni pueden tener. 
     No eligió, sin embargo, una realidad material cualquiera, sino
 aquella  que ya en el plano natural sirve para un fin similar al que Dios
 quiere producir  sobrenaturalmente: el agua, para lavar; el aceite, para
fortificar el cuerpo;  el pan, para alimentar, etc. Luego determinó
que, mediante unas palabras  pronunciadas con su autoridad, estas realidades
materiales significaran y  causaran un efecto santificador: el agua lava
la mancha del pecado en el alma.
     
        El elemento material se llama materia del sacramento, y 
las   palabras que lo completan y dan su eficacia a la materia se denomina 
forma.   Cuando la forma es pronunciada por el ministro con la intención 
de   hacer lo que hace la Iglesia, Dios confiere su gracia a través 
del   sacramento, que es el instrumento del que se sirve para santificarnos. 
Tenemos   ahí el signo externo de la gracia (materia y forma) y la 
gracia conferida.   
     
        El signo sensible lo componen conjuntamente la materia
y  la  forma, y es a lo que la Iglesia da el nombre de sacramento.
     
        La materia y la forma constituyen la esencia del sacramento 
  y no pueden variarse o modificarse, pues fueron determinadas por institución 
  divina. La Iglesia, al establecer modificaciones en los ritos, jam s varía 
  esta parte esencial, sino que sólo regula las ceremonias litúrgicas 
  alrededor de los dos elementos constitutivos de cada sacramento. 
     
        La Sagrada Escritura hace resaltar esos dos elementos esenciales 
  (cfr. Ef. 5, 26; Mt. 26, 26 ss.; 28, 19; Hechos 6, 6; 8, 15; Sant. 5, 14, 
  etc.). Del mismo modo, la Tradición da testimonio de que los sacramentos 
  se administraron siempre por medio de una acción sensible y de unas 
  palabras que acompañan a la ceremonia. Por ejemplo, dice San Agustín 
  refiriándose al bautismo: Si quitas las palabras, ¿qué 
  es entonces el agua, sin agua? Si al elemento se añaden las palabras, 
  entonces se origina el sacramento (In Io. tr. 80, 3; cfr. S. Th. III, q. 
 60, a. 6).
     
        Hemos dicho que esa realidad sensible tiene una característica: 
  es un signo de otra realidad, significa algo ulterior, en este caso, algo 
  sagrado. 
     
        Pero, ¿qué clase de signos son los sacramentos? 
  Un ejemplo puede servirnos: el abanderado avanza, con la bandera en alto, 
  y los dem s la saludan con gesto enérgico, porque en el l baro está 
  significada la patria; pero la bandera, es obvio para todos, no es la patria. 
  De igual modo, cuando el artista dibuja un anagrama de Cristo, comprendemos 
  muy bien que ahí no está Dios.
     
       El sacramento es tambi‚n un símbolo, un signo, puesto
que   representa sensiblemente una realidad misteriosa; pero es un símbolo
  de otro orden. Instituido por Cristo, tiene la tremenda fuerza de contener
  realmente lo que significa: así, siguiendo con el mismo ejemplo,
el  bautismo no sólo simboliza la purificación y la limpieza
interiores,  sino que efectivamente la produce. Por eso Santo Tom s dice
que el sacramento  es un signo que produce lo que significa. 
     
        Como si la bandera contuviera a la patria, o en el anagrama 
  de Cristo estuviera el mismo Señor presente. 
     
        Los sacramentos de la Nueva Ley, pues, no sólo significan 
  la gracia, sino sobre todo la producen de hecho en las almas. No son signos 
  convencionales o ineficaces, sino que verdaderamente obran siempre aquello 
  que significan de un modo infalible, en aquel que los recibe con las debidas 
  disposiciones. Esta idea se expresa diciendo que obran ex opere operato 
(por  la obra realizada), con independencia de las personas y en dependencia 
absoluta  de la voluntad divina que los ha instituido. Este es el cuarto aspecto
de  la noción del sacramento mencionado arriba, esencial para la comprensión
 del mismo, y sobre el que volveremos en el inciso 1.2.3. 
     
      Necesidad de los sacramentos 
     
        Hay que decir que es posible que la gracia llegue al hombre 
  de otros modos: Dios puede comunicarla sin los sacramentos, de manera puramente 
  espiritual. Por eso, no existía en El la ineludible necesidad de 
instituirlos.  Sin embargo, considerando la naturaleza a la vez material y
espiritual del  hombre, tal institución era muy conveniente: así 
se nos hace  participar de lo invisible a través de lo visible. 
     
       No todos los sacramentos son necesarios para cada persona, pero 
 como  Cristo vinculó a ellos la comunicación de la gracia, 
y por tanto la consecución de la vida eterna, todos los hombres tienen 
 necesidad  de algunos de ellos para salvarse. 
     
        Para todos es absolutamente necesario recibir el bautismo 
 y,  para quienes han pecado mortalmente después de bautizarse, es 
imprescindible  también recibir el sacramento de la penitencia o reconciliación 
  (cfr. Dz. 388, 413, 847, 996, 1071). La recepción de la Eucaristía 
  se precisa además para aquellos bautizados que han llegado al uso 
 de razón (cfr. Jn. 6, 53. Para este tema, ver inciso 4.1.5). La recepción 
  efectiva o real de estos sacramentos puede sustituirse, en algunos casos, 
  por el deseo de recibir el sacramento (votum sacramenti). 
     
        Los demás sacramentos son necesarios en cuanto que 
 con  ellos es más fácil conseguir la salvación. 
     
     
      LA GRACIA 
     
       La gracia es: 
     - todo don sobrenatural que Dios da al hombre 
     - por gratuita benevolencia 
     - para que pueda alcanzar su fin sobrenatural.
     
     Se dice: 
     1o. don: pues es un beneficio que Dios otorga; 
     2o. sobrenatural: pues lo que comunica es la misma vida de Dios, la
cual   es sobrenatural; es decir, sobre toda naturaleza creada. 
     
       En sentido estricto, lo sobrenatural no es sólo la elevación 
  de una naturaleza sobre las posibilidades que Dios le infundió y 
que  son inherentes a ella; es un don que trasciende todas las fuerzas, posibilidades 
  y valores de la naturaleza, un don que Dios concede para que logremos la 
 íntima comunidad con El mismo: su fin es la participación en
 la íntima vida trinitaria de Dios. Así, no son sobrenaturales 
 aquellas realidades que, aunque suceden de modo extraordinario (p. ej., una
 curación milagrosa), no rebasan el orden de lo creado; 
     
     3o. gratuito: siendo superior a la naturaleza, no hay fundamento para
 exigirlo  como debido, sino que procede de la bondad de Dios; 
     
     4o. para alcanzar el fin sobrenatural: habiendo sido el hombre destinado 
  a este fin, es provisto por Dios de un medio proporcionado la gracia para 
  alcanzarlo. 
     
     
      La gracia santificante 
     
      Noción
     Por gracia  santificante se entiende: 
     - aquel don sobrenatural, 
     - que nos hace participar de la vida divina, 
     - y que inhiere en el alma, 
     - a modo de cualidad permanente. 
     
     Se dice: 
     
     a) que nos hace participar de la vida divina, porque la esencia misma
 de  la gracia consiste en participarnos algo de la vida de Dios; 
     
     b) que inhiere en el alma, y no en sus potencias (inteligencia y voluntad). 
  Es el principio de vida sobrenatural y, por tanto, ha de inherir en el principio
  vital, que es el alma. Así como la salud se dice que se posee en
el  cuerpo, así la gracia se posee en el alma; 
     
     c) a modo de cualidad, esto es, algo que modifica el alma, perfeccionándola; 
  
     
     d) permanente, porque perdura mientras el pecado mortal no la haga perder. 
  
     
     
     Esa gracia santificante: 
     
     a) se recibe inicialmente en el bautismo (cfr. Dz. 130, 186, 424, 742, 
 796,  847, 849; Catecismo, n. 1263). 
     b) aumenta principalmente por la recepción de los sacramentos,
 y  también por la oración y por las buenas obras (cfr. Dz.
695,  698, 803, 834, 842, 849, 1004; Catecismo, nn. 1127-1129). 
     c) determina la salvación, pues si se posee al momento de la
muerte,   asegura la bienaventuranza eterna, y si no se tiene al morir, es
inevitable   la eterna condenación. 
     
     Los protestantes afirman que el único verdadero pecado es la
falta   de fe la infidelidad, y sólo él hace perder el agrado
de Dios.   Citando el texto de I Cor. 6, 9ss. (los fornicarios, los adúlteros, 
  los sodomitas, los ladrones, los avaros, los borrachos, los maldicientes, 
  los rapaces. . . no poseerán el reino de Dios), el Concilio de Trento 
  condenó esta herejía; cfr. Dz. 808, 833, 837, 862;
     d) se pierde por cualquier pecado mortal (estudiaremos este aspecto
con   detalle, al tratar del sacramento de la penitencia); 
     e) puede ser recuperada mediante el sacramento de la penitencia, o bien
  por la perfecta contrición con el deseo de recibir el sacramento
(cfr.  Dz. 40, 321, 410, 429, 457, 464, 493, 531, 574, 693, 714, 800, 809,
836, 842; Catecismo, nn. 1446, 1452, 1453, 1458-70). 
     
      Excelencia
     
        La gracia santificante confiere la dignidad más
alta   a la que el hombre puede aspirar: con ella se posee una vida superior, 
que   no se compara con ninguna de las más altas aspiraciones naturales 
 de la criatura racional. Por la gracia el hombre recibe el más dilatado 
  de los reinos: Dios lo hace partícipe de todos sus bienes. 
     
        Una imagen de lo que es la gracia santificante nos es ofrecida 
  en el bautismo de Jesús. Cuando hubo salido del río Jordán, 
  después de haber sido bautizado por Juan el Bautista, se abrieron 
 los cielos: el Espíritu Santo descendió sobre El en forma de
 paloma, y se oyó de lo alto la voz del Padre que decía: Este
 es mi Hijo, en quien tengo puestas todas mis complacencias (Mt. 3, 17).
Esto  mismo es exactamente lo que sucede en la justificación de un
alma mediante la gracia: se abren los cielos sobre nosotros, el Espíritu 
Santo viene a morar en nuestra alma, y el Padre nos recibe por hijos. 
     
      Efectos 
     
     Tres son sus principales efectos: 
     
     1. Borra el pecado, lo que se llama justificación. 
     2. Produce en el alma la vida sobrenatural. 
     3. Comunica a nuestros actos mérito sobrenatural. 
     
     1. La justificación 
        
        Justificación es el paso del estado de pecado al 
estado   de gracia. Es una verdadera remisión de los pecados, ya que 
el pecado   y la gracia no pueden darse simultáneamente en el alma: 
el primero   produce en ella el estado de rechazo de Dios (véase el 
inciso 5.1.1   del "Curso de Teología Moral"), y la gracia es cierta 
participación   y semejanza con Dios. 
     
        El Magisterio de la Iglesia definió lo anterior
como   verdad de fe, frente a la herejía protestante que lo negaba.
Según   esta herejía, no hay verdadera remisión de los
pecados, sino   que en el hombre justificado los pecados quedan sólo
encubiertos por  los méritos de la Pasión de Cristo, pero permanecen
en el alma.  De lo anterior, concluyen, sólo es posible salvarse si
Dios  no imputa  esos pecados, dejándolos de tomar en cuenta en virtud 
de  la fe del  mismo pecador. El Concilio de Trento los condena con las siguientes 
 palabras:  Si alguno dijere que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo 
 no se remite el pecado original, o también si afirma que no se destruye 
 todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que 
 sólo se rae o no se imputa, sea anatema (Dz. 792; ver también 
 Dz. 799, 821 y 895). 
     
     2. La vida sobrenatural 
     
        Simultáneamente a la remisión del pecado, 
la  vida de Dios es comunicada al alma. San Pedro lo expresa diciendo que 
por  la gracia somos hechos partícipes de la naturaleza divina (I Pe.
1,  4). 
     
        Habiendo Dios destinado al hombre a gozar de la posesión 
  de El mismo, permite que ya desde su vida mortal pueda gozar de alguna manera
  de ese Bien, por medio de la gracia. La gracia es, pues, una vida nueva,
 la vida de Dios en nosotros. San Agustín lo explica asegurando que
 es el mismo Dios presente en nosotros, a fin de ser para nuestra alma lo
que ésta es para nuestro cuerpo: un principio de vida y de acción. 
  
     
        Ha de notarse, sin embargo, que la gracia no es Dios, sino
  el efecto creado que produce en el alma. La naturaleza divina no se nos
participa  esencialmente, porque la esencia de Dios es incomunicable, sino
accidentalmente,  en el sentido de que Dios imprime en nuestra alma una cualidad
con la que  llega a ser no Dios, pero sí deiforme, esto es, muy parecida
a Dios.  Los teólogos lo comparan a la unión entre el hierro
y el fuego:  el hierro candente no se convierte en fuego, pero se hace ígneo
y enteramente semejante a él. De modo parecido, no es que por la gracia 
 el hombre se haga Dios, pero resulta divinizado, deiforme y semejante a El.
 
       
        Por haber sido elevado a la participación de la
naturaleza   divina, el hombre, cuando se encuentra en estado de gracia,
es hecho hijo   de Dios y heredero del reino celestial. No tiene sólo
relación   de criatura a Creador, sino que Dios lo introduce en su
familia (domestici   Dei), como hijo suyo. Y, de forma idéntica a
lo que sucede en la vida  humana, el hijo es también heredero de las
posesiones de su padre:  . . . y, si hijos, también herederos del
reino celestial, coherederos  con Cristo (Rom. 8, 16-17). 
     
     3. Las acciones se hacen meritorias 
     
        Por estar informadas de un principio sobrenatural de vida 
 y  acción, todo acto bueno realizado por el hombre en estado de gracia 
  supone un derecho que Dios le otorga a recibir una recompensa sobrenatural 
  (mérito en la definición clásica, es ius ad praemium, 
  derecho al premio). 
     
        En virtud de la distancia infinita que hay entre Dios y 
el  hombre, no habría posibilidad de mérito por parte de la 
criatura  ante el Creador, si antes no se presupone un plan divino que lo 
fundamente;  es decir, que la condición para poder merecer tener derecho 
a un premio  es que Dios así lo haya dispuesto. 
     
        El fundamento en la Sagrada Escritura de donde proviene 
la  realidad del mérito es muy abundante: cfr. I Tim. 4, 7; Sant. 1,
12;  Mt. 5, 1-12; Lc. 6, 38; 17, 10; 11, 28-30; I Cor. 3, 8; Rom. 2, 6-8;
 II Tim.  4, 8; etc. La Sagrada Escritura usa preferentemente los términos
 recompensa,  premio, corona u otros análogos.
     
     Las condiciones por parte del hombre para merecer bienes sobrenaturales
  son: 
     a) que esté en estado de gracia, 
     b) que el acto sea libre, 
     c) que la obra sea moralmente buena, en su objeto, fin y circunstancias
  (véase el inciso 2.6 del Curso de Teología Moral). 
     
        Es verdad de fe (cfr. Dz. 834) que con las buenas obras 
hechas   en gracia podemos merecer: el cielo, el aumento de gracia y el aumento 
de   gloria, en conformidad con las promesas hechas por Jesús. Al lado
 de este mérito propiamente dicho llamado también mérito 
  de condigno, existe otro mérito impropiamente dicho, llamado mérito 
  de congruo, que no es el derecho a obtener una gracia fundada en las promesas 
  de Dios, sino la confianza de obtenerlo por la divina misericordia. En este
  sentido, el que no está en gracia puede merecer, de congruo, la
gracia   de su conversión, en virtud de sus buenas obras. De condigno, 
el hombre  en pecado no tiene derecho a ninguna recompensa. 
     
     
     Cooperación o resistencia a la gracia 
     
      Si la gracia eficaz que Dios da al hombre siempre consigue su
efecto,   ¿queda por ello el hombre privado de su voluntad? En otras
palabras:   si hay una infalibilidad en la moción divina permaneciendo
la libre   actuación humana, ¿cómo compaginar esa aparente
contradicción?   
     
        Hay que decir que el entendimiento de las relaciones entre
  la acción de Dios y la libertad del hombre es un misterio de difícil 
  penetración por parte de la inteligencia: se trata de averiguar, 
ni  más ni menos, la forma como Dios actúa. 
     
        Santo Tomás clarifica el misterio cuando explica 
que,   si bien es cierto que Dios causa infaliblemente el efecto, lo hace 
sin embargo   moviendo a las cosas según su naturaleza propia. El hombre
posee por  naturaleza el libre albedrío y, por tanto, la moción 
divina   no se realiza sin el movimiento de la libertad. Al tiempo que infunde 
la  gracia, mueve a la libertad a aceptarla. No anula el acto libre, sino 
que  es su causa. Dios, cuando quiere que algo se realice de modo necesario, 
necesariamente   se realiza; y cuando quiere que algo se realice de modo libre,
se realiza   libremente. 
     
      LA EFICACIA SACRAMENTAL 
     
        Ya mencionamos que los sacramentos son por voluntad de
Cristo   la continuación, hasta el fin de los tiempos, de las mismas
acciones   salvíficas realizadas por el Señor durante su vida
terrena.   De ahí que sean medios de santificación con la misma
eficacia   infalible que poseía la Santísima Humanidad de Cristo:
actúan   comunicando siempre la gracia, cuando el rito se realiza
correctamente y  el sujeto no pone un obstáculo. 
     
        Los sacramentos son eficaces porque en ellos actúa 
 Cristo  mismo; El es quien bautiza, El quien actúa en sus sacramentos 
 con el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa (n. 1127). 
     
       Filosóficamente se explica diciendo que los sacramentos
 son  causas instrumentales. Así, se dice que una es la acción
 del  que obra (causa principal, p.ej., el artista que pinta un cuadro),
y  otra  la del instrumento con que obra (causa instrumental, p.ej., el pincel
 del  pintor). En los sacramentos, la causa principal es Dios, a través 
 de la Humanidad Santísima de Jesucristo; el sacramento es sólo 
  instrumento a través del cual Dios produce la gracia.
     
        Por lo anterior, los sacramentos se llaman signos eficaces
  de la gracia, pues de un modo infalible la producen en el alma. La teología, 
  para designar esa eficacia objetiva, creó la fórmula "sacramenta 
  operantur ex opere operato"; es decir, los sacramentos actúan por 
 el mismo hecho de realizarse, dan la gracia en virtud del rito sacramental 
 que se lleva a cabo. "Ex opere operato" quiere decir, textualmente, por la
 obra realizada. El Concilio de Trento sancionó esta fórmula, 
 definiéndola como dogma de fe: Si alguno dijere que los sacramentos 
 de la Nueva Ley no confieren la gracia en virtud del rito sacramental que 
 se realiza (ex opere operato) (. . .) sea anatema (Dz. 851). 
      
        El Concilio hubo de definir esta doctrina para contrarrestar 
  la afirmación de los protestantes en el sentido de que los sacramentos 
  son eficaces por la fe que el sujeto o el ministro ponen en su confección 
  o recepción.
     
        Esta terminología de algún modo expresa la
 grandeza  de los sacramentos: son, en efecto, una presencia misteriosa de
 Cristo invisible,  que actúa de modo visible a través de esos
 signos eficaces.  En consecuencia, siempre que un sacramento es celebrado
 conforme a la intención  de la Iglesia, el poder de Cristo y de su
 Espíritu actúa en  él y por él, independientemente
 de la santidad personal del  ministro (Catecismo, n. 1128). 
     
        El efecto del sacramento tampoco se produce por la actitud
  del que lo recibe: la gracia se confiere a quien no pone óbice por
  el mismo hecho de realizarse el rito sacramental. Ahora bien, es importante 
  también recalcar que la mayor o menor cantidad de gracia sí 
  depende de las disposiciones del sujeto que lo recibe. Esta disposición 
  subjetiva se designa con la fórmulaex opere operantis, que textualmente 
  significa "por la acción del que actúa". 
     
        Sin embargo, y en esto radica la comprensión de
la  eficacia  sacramental, no son las disposiciones del sujeto la causa de
que  el sacramento  produzca la gracia, sino que sólo la medida del
grado  de gracia que  recibe. 
     
     Los protestantes dicen que son las disposiciones del sujeto lo que da
 eficacia  a los 
     
      EFECTOS DE LOS SACRAMENTOS 
     
        Señala el Concilio Vaticano II que los sacramentos 
 tienen  la virtud de identificarnos con Jesucristo por medio de la gracia 
 que confieren:  por ellos "somos incorporados a los misterios de su vida, 
 configurados con  El, muertos y resucitados, hasta que con El reinemos" (Const.
 Lumen gentium,  n. 7). Sistematizando las consecuencias de esa identificación 
 con Cristo, podemos afirmar que tres son los efectos que producen los sacramentos: 
 
     
     - la gracia santificante, que se infunde o se aumenta; 
     - la gracia sacramental, específica de cada sacramento; 
     - el carácter, que es producido por tres sacramentos (bautismo, 
 confirmación  y orden sacerdotal). 
     
      La gracia santificante 
     
        El Concilio de Trento definió como verdad de fe
que   todos los sacramentos del Nuevo Testamento confieren la gracia santificante
  a quienes los reciben sin poner óbice (cfr. Dz. 843 a 849, 850 y
851).  
     
        En la Sagrada Escritura, los textos en los que aparece
directa   o indirectamente este efecto, son muy abundantes (cfr. Jn. 3, 5;
Hechos,  8, 17; Ef. 5, 26; II Tim. 1, 6; Tit. 3, 5; Sant. 5, 15; etc.). Algunos
pasajes   designan este efecto con palabras equivalentes (v. gr., purificación, 
  regeneración, remisión de los pecados, comunicación 
 del Espíritu Santo, etc.).
     
        La gracia santificante puede venir a un alma que ya la
poseía,   produciéndose un aumento de esa gracia. Puede también
ser comunicada  a un alma en pecado mortal u original, infundiéndola
donde no existía.  
      
        Esta diferencia se pone de manifiesto en la terminología 
  teológica que califica al bautismo y a la penitencia como sacramentos 
  de muertos, o destinados a perdonar el pecado mortal u original, que priva 
  (mata) la vida sobrenatural en el alma; y a los otros cinco como sacramentos 
  de vivos, porque han de recibirse en estado de gracia y suponen un enriquecimiento 
  y desarrollo de la vida sobrenatural que ya se posee. 
     Por excepción, el sacramento de la confesión es también 
  sacramento de vivos, cuando quien lo recibe no tiene pecado mortal. 
     
      La gracia sacramental 
     
        Además de esta gracia común a todos los sacramentos, 
  hay una gracia llamada sacramental, propia de cada uno de ellos. Cada sacramento, 
  en efecto, confiere una gracia sacramental específica, distinta en
  cada uno de ellos, que añade a la gracia santificante un cierto auxilio
  divino cuyo fin es ayudar a conseguir el fin particular del sacramento (cfr.
  S. Th. III, q. 62, a. 2). 
     
        La gracia sacramental proporciona al cristiano, en las
diversas   situaciones de su vida espiritual y en el tiempo oportuno, las
gracias actuales   necesarias para cumplir sus deberes. Los padres, p. ej.,
en virtud del sacramento   del matrimonio tendrán gracia para recibir
y educar cristianamente   a los hijos; los sacerdotes contarán con
los auxilios necesarios para  el desempeño de su ministerio; etc.
     
      El carácter 
     
        Es verdad de fe (cfr. Dz. 852; 411 y 695 vid. Catecismo,
 n.  1121) que el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal
imprimen   en el alma el carácter, es decir, una marca espiritual
indeleble que  hace que esos tres sacramentos no se puedan volver a recibir.
En la Sagrada  Escritura se designa el carácter como "sello divino"
o "sello del Espíritu Santo" (cfr. II Cor. 1, 21 ss.; Ef. 1, 13; 1,
30). 
     
        Quien recibe uno de estos tres sacramentos, está 
para   siempre sellado por Cristo: llevar consigo sus rasgos, como el hijo 
lleva   los rasgos de su padre, de modo indestructible. Los pecados pueden 
desfigurar   esos rasgos, pero no aniquilarlos; incluso el bautizado que se
condena permanece   con ellos.
     
        Según la teología de los Padres de la Iglesia, 
  el carácter permite a los bautizados ser reconocidos en el cielo: 
 Dios y los ángeles distinguen con el carácter sacramental la
 pertenencia a Cristo de los bautizados, de los confirmados y de los ordenados, 
 de igual modo que la circuncisión permitía reconocer a los 
descendientes de Abraham. Por eso, el recibir el sello es garantía 
y prenda de vida eterna. 
     
      INSTITUCION Y NUMERO DE LOS SACRAMENTOS 
     
      La institución de los sacramentos por Cristo 
     
        Cristo instituyó directa y personalmente todos los 
 sacramentos:  El determinó tanto el signo externo correspondiente 
como la gracia  que de él se derivaría. 
     
        La Iglesia definió como verdad de fe que todos los 
 sacramentos  del Nuevo Testamento fueron instituidos por Jesucristo (cfr. 
 Dz. 844). Se  pronunciaba de esta manera contra la herejía protestante, 
 que consideraba  la mayor parte de los sacramentos como una invención 
 de los hombres.  
     
        La Sagrada Escritura muestra con toda claridad la institución 
  del bautismo (cfr. Mt. 28, 19; Mc. 16; 16: Jn. 3, 5), la Eucaristía 
  y el orden sacerdotal (cfr. Mt. 26, 26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 19-20; 
 I Cor. 11, 23-25), y la penitencia (cfr. Jn. 20, 23). Aunque la institución 
  de los demás no aparece destacada, fue Cristo quien lo hizo con su
  potestad. 
     
        Así lo atestigua la Tradición. Desde los
primeros   momentos, los Apóstoles bautizan a los que aceptan el Evangelio 
(cfr.   Hechos 2, 41), siguiendo el mandato del Señor, y confirman 
después   a los bautizados (cfr. Hechos 8, 17). El Apóstol Santiago
habla de   la unción de los enfermos como de algo perfectamente sabido
por todos   (cfr. Sant. 5, 14-15), recomendando y promulgando lo establecido 
por Jesucristo.   Queda clara la institución del sacerdocio en la Ultima
Cena, al decir   Jesús: Haced esto en memoria mía (Lc. 22,
19), y el matrimonio   queda santificado por la presencia del Señor 
en las bodas de Caná   (cfr. Jn. 2, 1-11), reafirmando Cristo mismo 
la unidad e indisolubilidad  de la primera institución (cfr. Mt. 19, 
1-9).
     
        Ningún sacramento, pues, ha sido instituido por
la  Iglesia,  ya que la autoridad eclesiástica no tiene poder sobre
la  esencia de  los sacramentos; sólo puede cambiar aquello que según 
 la variedad  de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que conviene 
 m s a la utilidad  de los que lo reciben o a la veneración de los 
mismos sacramentos (Conc. de Trento, ses. XXI, cap. 2: Dz. 931). 
     
      El número de los sacramentos 
     
        Los sacramentos instituidos por Nuestro Señor Jesucristo 
  son siete: ni más ni menos; a saber: bautismo, confirmación, 
  Eucaristía, penitencia (o reconciliación), unción de
  los enfermos, orden sacerdotal y matrimonio. 
     
     Aunque el Nuevo Testamento en ningún lugar los enumera juntos,
 sí  habla de modo claro y explícito de cada uno de ellos.
Señalamos   los principales textos: 
     
     1. Bautismo: Mt. 28, 19; Mc. 16, 16; Jn. 3, 5. 
     2. Confirmación: Hechos 8, 17; 19, 6. 
     3. Eucaristía: Mt. 26, 26; Mc. 14, 22; Lc. 22, 19; I Cor. 11, 
24.   
     4. Penitencia: Mt. 18, 18; Jn. 20, 23. 
     5. Unción de los enfermos: Mc. 6, 13; Sant. 5, 14. 
     6. Orden sacerdotal: I Tim. 4, 14; 5, 22; II Tim. 1, 6. 
     7. Matrimonio: Mt. 19, 6; Ef. 5, 31-32. 
     
        La conveniencia de que los sacramentos sean siete, explica
  Santo Tomás, se infiere por analogía de la vida sobrenatural
  del alma con la vida natural del cuerpo: por el bautismo se nace a la vida
  espiritual, por la confirmación crece y se fortifica esa vida, por
  la Eucaristía se alimenta, por la penitencia se curan sus enfermedades,
  la unción de los enfermos prepara a la muerte, y por medio de los
 dos sacramentos sociales orden y matrimonio es regida la sociedad eclesiástica
  y se conserva y acrecienta tanto en su cuerpo como en su espíritu
 (cfr. S. Th. III, q. 61, a. 1). 
     
        Pero las razones más profundas del número 
septenario   están en la esencia misma de la Iglesia. La misión 
de la Iglesia,   en efecto, es comunicar la salvación alcanzada por 
Cristo en la Cruz.   Para ello, primeramente debe comunicar la vida (bautismo), 
y más tarde  desarrollarla y fortalecerla (confirmación); debe 
también perdonar  y devolver la gracia, cuando se ha perdido (penitencia), 
proclamar ante los  hombres su condición de Esposa de Cristo (matrimonio), 
y hacer partícipes  de la vida eterna a sus hijos (unción de 
enfermos). Finalmente, ha  de comunicar a los hombres la misma Humanidad de
Jesús que, mediante  la acción del sacerdote (orden), se hace
presente en la renovación  del Sacrificio del Calvario (Eucaristía).
     
        Es admirable esta sintonía de la naturaleza y misión 
  de la Iglesia con las necesidades y esperanzas del hombre. Y más 
admirable  todavía, la bondad de Dios que nos entrega de nuevo al Verbo
por medio  de los sacramentos, y que llevaba a San Ambrosio a afirmar: Yo
te encuentro,  Señor, en tus sacramentos (Apología del Profeta 
 David 12, 58).  
     
        En definitiva, los sacramentos son el cumplimiento de la
 promesa  de Jesús a sus Apóstoles: Yo estar‚ con vosotros
siempre  hasta  la consumación del mundo (Mt. 28, 20). La presencia
visible  de Cristo  durante su vida en la tierra, se ha vuelto presencia
invisible  en los sacramentos:  Lo que era visible en el Señor, se
ha vuelto invisible en los sacramentos  (San León Magno, Sermón
74, 2).
     
      LA VALIDEZ Y LA LICITUD SACRAMENTAL
     
        Sacramento válido es aquel que, en su confección 
  y (o) en su recepción, verdaderamente se ha producido, es decir, 
ha  habido sacramento. 
     
        Sacramento lícito es aquel sacramento válido
  que, además, se ha confeccionado o recibido con todas sus condiciones
  y, por tanto, produce todos sus efectos. 
     
     Algunos ejemplos de invalidez e ilicitud aclararán lo anterior: 
 
     Sobre invalidez: 
     
     - confeccionaría inválidamente (no habría sacramento) 
  el sacerdote que no tuviera pan de harina de trigo en la consagración 
  (sino de otra harina), o que bautizara con un líquido distinto del 
  agua. O quien, sin ser sacerdote, pretendiera consagrar; 
     - recibiría inválidamente un sacramento (en sentido propio, 
  no lo recibiría) el sujeto que simulara confesar sus pecados, sin 
 intención de recibir el perdón; o quien, por provechos materiales, 
 fingiera recibir el bautismo. 
     
     Sobre la ilicitud, 
     
     - la ilicitud en la recepción del sacramento se daría, 
por   ejemplo, en aquel que recibiera la confirmación (o cualquier 
otro  sacramento de vivos) con conciencia de pecado mortal: recibe la confirmación, 
  el matrimonio, etc., pero ilícitamente, faltando el requisito de 
poseer  el estado de gracia; 
     - un ejemplo de ilicitud en la administración la causaría
  el médico que bautizara recién nacidos que no se hallan en
 peligro de muerte: aquellos niños reciben válidamente el bautismo, 
  pero de modo ilícito. 
     
     
      EL MINISTRO Y EL SUJETO DE LOS SACRAMENTOS 
     
      El ministro 
     
        Por ministro del sacramento se entiende la persona que
lo  confiere.  En sentido estricto, el ministro primario de todos los sacramentos 
 es el Dios-Hombre, Jesucristo: como ya vimos, los sacramentos son la prolongación 
 en el tiempo y en el espacio de las acciones que El realizó en la 
tierra. 
     
        Pío XII enseña en la Encíclica Mystici 
  Corporis (1943) que cuando los sacramentos de la Iglesia se administran 
con  rito externo, El es quien produce el efecto interior en las almas (. 
. . ) por la misión jurídica con la que el divino Redentor envió
 a los Apóstoles al mundo, como El mismo había sido enviado
por el Padre, El es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna,
desata, liga, ofrece y sacrifica.
     
        En nombre de Cristo y haciendo sus veces, se llama ministro 
  del sacramento a la persona que ha recibido de Dios el poder de conferirlo. 
  
     
        Como el ministro humano actúa en nombre de Cristo
 y  haciendo sus veces (in persona Christi, II Cor. 2, 10), necesita de un
 poder  especial conferido por el mismo Cristo. Por ello, prescindiendo de
 los sacramentos  del bautismo y del matrimonio, para la administración
 válida  de los demás es necesario poseer poder sacerdotal
o  episcopal, recibido  en la ordenación.
     
        Además de la debida potestad, para que un sacramento 
  se administre válidamente, se requiere: 
     
     a) que el ministro realice como conviene los signos sacramentales; es
 decir,  que debe emplear la materia y la forma prescritas, uniéndolas
 en un  único signo sacramental. 
     
        Por ejemplo, no bautizaría el que pronunciara palabras 
  distintas a Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu 
  Santo, o bien, el que no derramara agua sobre la cabeza del bautizado, etc.
  (cfr. Dz. 695).
        
        b) El ministro ha de tener, además, la intención 
  de hacer, al menos, lo que hace la Iglesia. La razón es que el rito 
  sacramental sólo tiene valor de verdadero sacramento cuando se le 
 da el sentido que quiso darle el mismo Cristo al instituirlo, o sea, haciendo 
  tal y como lo hace la Iglesia. Al decir los protestantes que el significado 
  de cada sacramento dependía del que quisiera darle el sujeto, el 
Concilio  de Trento declaró como verdad de fe que es necesario al ministro
tener  intención de conferirlo en el sentido único y verdadero
que  les dio Jesucristo: 
     
        "Si alguno dijere que al realizar y conferir los sacramentos 
  no se requiere en los ministros intención por lo menos de hacer lo
  que hace la Iglesia, sea anatema" (Dz. 854. Ver también Dz. 424, 
672,  695 y 752).
     
        Por ser acciones de Cristo, los sacramentos tienen eficacia 
  propia y no dependen de la santidad ni de la gracia del ministro: el instrumento 
  obra en virtud de la causa principal, no de la situación subjetiva 
  del que lo administra. Si de ella dependiera, supondría una fuente 
  de incertidumbre y de intranquilidad (cfr. S. Th. III, q. 64, a. 5). 
     
        Lo anterior no quiere decir que el ministro no esté
  obligado a administrar dignamente los sacramentos, esto es, en estado de
 gracia. En pecado mortal o con falta de fe salvada la intención de
 hacer lo que hace la Iglesia los administraría válida pero
ilícitamente.
     
      El sujeto 
     
        El sujeto es la persona que recibe el sacramento, y en
todos   los casos sólo puede ser recibido de manera válida
por una  persona viva (estado de viador). Los muertos no pueden recibir sacramentos, 
 pues éstos comunican o aumentan la gracia en el alma, y ésta 
 no permanece en un cadáver: la muerte es precisamente la separación 
  del alma y el cuerpo. Así, pues, sólo los seres vivos son 
sujetos  capaces de la recepción sacramental. 
     
     a) Condiciones para la recepción válida de los sacramentos 
  
     
     Se requieren dos condiciones en el sujeto para que sacramento no sea 
nulo:   la capacidad y la intención de recibirlo. 
     
     1o. La capacidad es cierta aptitud del sujeto, de acuerdo a la naturaleza 
  de cada sacramento, y el fin de Cristo al instituirlo. No todos los hombres 
  son aptos para cualquier sacramento: así, son incapaces, por ejemplo, 
  los no bautizados, de recibir los otros sacramentos; las mujeres, de recibir 
  el orden sagrado; los sanos, de recibir la unción de enfermos, etc. 
  
     
     2o. Se requiere también para los adultos con uso de razón
  la intención de recibirlo. El motivo es claro: Dios tiene en cuenta
  la libertad del hombre, y hace depender la salvación (en quien tiene 
  uso de razón) de su propio querer. El sacramento que se recibe sin 
  intención o contra la propia voluntad es, por tanto, inválido. 
  
     
        Por ejemplo, el Papa Inocencio III declaró que si
 algún  infiel era obligado a bautizarse, el bautismo era inválido
 (cfr. Dz.  411).
     
        En el caso del niño que se bautiza, el sacramento
 recibido  es válido (verdad de fe, cfr. Dz. 410), porque la falta
de intención  queda suplida por la intención de la Iglesia,
representada en el ministro,  los padres y los padrinos, que actúan
en su nombre. 
      
        En caso de urgente necesidad (por ejemplo, pérdida 
 del  conocimiento, perturbación mental, etc.) el sacramento puede 
ser administrado  sin la intención actual del sujeto, si existen razones 
 fundadas para  admitir que éste (el sujeto), antes de sobrevenir el
 caso de necesidad,  tenía el deseo implícito de recibir el
sacramento. 
     
        Por ejemplo, se puede con esas condiciones conferir la
unción   de enfermos al que se encuentra en estado de coma; se puede
absolver de sus  pecados al demente que en sus momentos lúcidos se
confesaba, etc.
     
      Condiciones para la recepción lícita de los sacramentos: 
  
     
       Hemos dicho que la recepción de un sacramento es lícita 
  o fructuosa cuando el que lo recibe lo hace con todas las disposiciones 
debidas  y por ello se producen todos sus efectos. Es ilícita o sacrílega 
  cuando voluntariamente se recibe sin las debidas disposiciones. 
     
        La condición para recibir los sacramentos de vivos 
 es  el estado de gracia: la recepción en pecado mortal constituye 
grave  sacrilegio. El adulto que recibe los sacramentos de muertos (el bautismo 
 y la penitencia) ha de tener al menos fe y arrepentimiento de sus pecados 
 (ver Dz. 798; Catecismo, nn. 1247-49).